Miramos por la ventana del 324 y la izquierda se ven la catedral y la imponente torre del reloj de más de 70 metros. Tras 14 horas de viaje desde Kazán, llegamos. A la derecha lo vemos a Vladimir. Llegamos a casa.
Vladimir, nuestro locatario y amigo que sufrió con cada corrida de Mbappe ante Argentina, nos vino a buscar a la autostanza para ahorrarnos esos 25 minutos de caminata hasta el departamento. Luego de la travesía el peso de las mochilas, los equipos, y de la derrota más que nada, se hizo mucho más liviano.
Un inglés rústico sobró para transmitir su hospitalidad, lo mismo sucedió con Natacha, su mujer, y la hija de ella, Holga, a pesar de que con ninguna de las dos pudimos conversar. El idioma no fue barrera para que nos enseñen a cocinar, nos trajeran miel, tarjetas para el teléfono, mermelada y torta: nos abrieron la puerta de su casa. Ellos querían que gane Argentina, incluso por sobre Rusia quizá. No querían que se termine esta aventura. En Bronnitsy todos hicieron un gran esfuerzo para que Messi se sienta cómodo. Nosotros nos sentimos Messi.
El tren ruso, la sede en movimiento donde se jugó gran parte del Mundial
Rusia le abrió las puertas a un mundo que lo miraba de reojo y el mito de la frialdad se fue derritiendo junto a otros estereotipos de la Guerra Fría. Rusia le abrió también al mundo sus trenes, espina dorsal de esta Federación de más de 17.000.000 km2 que encierra distintas regiones y repúblicas. Tanto para periodistas como para fans prevenidos, hubo a disposición unos 700 trenes gratis para viajar de sede a sede.
En ellos atravesamos la taiga siguiendo el Río Volga, a pesar de que las selecciones latinoamericanas fueron quedando en el camino a sus orillas antes de lo esperado. Más allá de las imponentes y cosmopolitas Moscú y San Petersburgo, encontramos la belleza oculta en la opaca Nizhny Novgorod, con las huellas de haber sido cerrada al mundo durante gran parte del siglo de la globalización. Percibimos la diversidad de una Kazán parte de una república diferente donde se ven las marcas de una disputa histórica entre Asia y Europa, un ejemplo de tolerancia y aprendizaje donde conviven en paz el islam y el catolicismo.
Pero el denominador común fueron los trenes. Viajando de noche aunque siempre haya sol, compartiendo una cerveza con colegas, con turistas de todo el mundo y con locales, y despertando luego con el grito de la provodnitsa, una mezcla entre azafata y carcelaria que se encarga, a fuerza de carácter, de que todo funcione a la perfección en cada vagón.
Dentro de los mismos, dicen, se encuentra el alma rusa, concepto mágico que intenta explicar la personalidad única de este pueblo milenario y heterogéneo. Los interminables viajes, los cuartos compartidos y el paisaje, ayudan a romper todas las corazas.
“Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma” describió Winston Churchill mientras planeaba junto a Stalin el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, aquí conocida como la Gran Guerra Patriótica.
Si bien logramos entender gran parte del alfabeto cirílico, nos aprendimos de memoria las combinaciones e infinitas escaleras del metro moscovita, y ya sabemos distinguir a la perfección cuando un pan tiene relleno dulce o salado; la única certeza que nos llevamos de estas tierras es que no estuvimos ni en Asia, ni en Europa, estuvimos en Rusia.
#GlobersToRussia: nos vamos con la certeza de que moverse es la mejor forma de entender
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